«William Wyler o el jansenista de la puesta en escena», por André Bazin

«William Wyler o el jansenista de la puesta en escena», por André Bazin

La dirección de William Wyler estudiada al detalle revela en cada una de sus películas diferencias muy visibles, tanto en el uso de la cámara como en la calidad de la fotografía. Nada es más opuesto a la plástica de Los mejores años de nuestra vida (2) que la de La Carta (3). Cuando se evocan las escenas culminantes de las películas de Wyler, uno se da cuenta de que la materia dramática es muy variada, y que los hallazgos que la ponen en valor no tienen relación entre sí.

Ya sea el vestido rojo del baile de Jezabel (4), el diálogo durante el afeitado o la muerte de Herbert Marshal en La Loba, (5) la muerte del sherif en El forastero (6), el travelling en la plantación al comienzo de La Carta, la escena del bombardero en desuso de Los años más bellos de nuestra vida, no encontramos un gusto permanente de temas como por ejemplo, las cabalgadas de John Ford, las peleas de Tay Garnett, las bodas o las persecuciones de René Clair. Ni decorados ni paisajes favoritos.

Como mucho se constata la evidente predilección por los guiones psicológicos con trasfondo social. Pero si Wyler se ha mostrado como un maestro en el tratamiento de estos temas, ya tengan su origen en una novela como «Jezabel»  o en una obra de teatro como «The little foxes«, si su obra en conjunto deja en nuestra memoria un regusto áspero y severo de los análisis psicológicos, no se desprende de esas imágenes suntuosamente elocuentes en las que una técnica sensual impone el recuerdo de una belleza formal remitiendo a contemplaciones retrospectivas. No sabría definir el estilo de un director sólo por su preferencia por el análisis psicológico y el realismo social. Y menos aún cuando no se trata de guiones originales.

Y sin embargo, no creo que en algunos planos sea más difícil reconocer la firma de Wyler que la de John Ford o Fritz Lang. Es cierto que el realizador de Los mejores años de nuestra vida se cuenta entre aquellos que han cedido lo mínimo a las supercherias del procedimiento a costa del estilo. Mientra Capra, Ford o Lang se parodian, Wyler sólo ha pecado de debilidad.

En ocasiones ha sido inferior a sí mismo. La seguridad en su propio gusto, la certeza de su gusto comete algunos fallos, y en ocasiones se deja sentir una sincera admiración hacia Henry Bernstein o sus iguales, pero ninguno sabría sorprenderle en flagrante delito de abuso de confianza respecto a la forma. Existe un estilo y un modo John Ford. Wyler no posee más que un estilo. Por este motivo se halla protegido de la parodia, incluso de sí mismo.

No se da la imitación  porque ninguna forma concreta la define, ningún rasgo de la iluminación, ningún ángulo especial de la cámara. El único medio de imitar a Wyler sería ceñirse a esta suerte de ética de la puesta en escena de la que Los mejores años de nuestra vida nos ofrece los resultados más puros.

Wyler no puede tener imitadores, únicamente discípulos.

Si intentáramos caracterizar la puesta en escena de su última película partiendo de la “forma”, sería necesario dar una definición negativa. Todo el esfuerzo de la puesta en escena tiende a suprimirse a sí misma. La proposición positiva correspondiente,  límite hasta el extremo de este despojamiento, las estructuras dramáticas y el actor, todo ello se muestra en su máxima potencia y claridad.

El sentido estético de esta ascesis parecerá más claro si tomamos el ejemplo de La Loba, que en primer lugar es llevada al extremo de la paradoja. La pieza de Lillian Hellman apenas ha sufrido adaptación alguna: la película respeta el texto casi íntegramente. En estas condiciones, se concibe la dificultad de introducir las escenas de movimiento en exterior que la mayoría de los directores hubieran considerado indispensables para introducir algo de “cine” en esa masa teatral.

La buena adaptación suele consistir precisamente en “trasponer” en los medios propios de cine el máximo de aquello que puede escapar a las imposiciones técnicas y literarias del teatro.

(…)

Notas

(1) Fragmento del artículo número 382 escrito por André Bazin en la Revue du cinéma, nº10, febrero 1948. Publicado por Ediciones Mácula. André Bazin, Écrits Complets I

(2) The best years of our lives, 1946

(3) The letter, 1940.

(4) Jezabel, 1938

(6) The westerner, 1940

(NdT.: Documento mencionado por el cineasta Víctor Erice en la presentación del libro «La herencia del cine» de Paulino Viota (2020) en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Este extenso estudio de André Bazin (que se publicó en dos números de la Revue du cinéma de 1948) movió el interés de Víctor Erice por la lectura de los textos del crítico francés.

A partir de ese momento, – texto excepcional respecto de todo lo leído por él hasta la fecha-,  confiesa el inicio de una aproximación al cine sin abandonar la reflexión sobre el lenguaje cinematográfico, insistiendo en la no separación del hecho de hacer películas del hecho de reflexionar sobre las mismas.)