«Las hojas se mueven», por Nicole Vedrès

«Las hojas se mueven», por Nicole Vedrès

Los espectadores que tuvieron la suerte de asistir a finales del siglo pasado a las primeras proyecciones del cinematógrafo quedaron extasiados, aun sin estar completamente seguros de que al aplaudir no estuvieran cometiendo un atentado al buen gusto.

Georges Sadoul cuenta que entre los ecos de aquel prudente entusiasmo hay algo curioso: en “La comida del bebé” (1) lo que más llamó la atención no fue el apetito manifiesto del niño por la fosfatina, ni tampoco el hecho de reconocer a la tierna familia Lumière gesticulando o moviendo los labios. No, esto aún podía ser teatro, aún podría ser interpretado… Pero al fondo, en la profundidad del paisaje, -la escena sucedía al aire libre en un decorado de vegetación natural-, las hojas se movían. Esto era lo que ningún invento, ningún arte había logrado todavía, lo que el mismo teatro libre no podía representar, lo que maravillaba a una época apasionada con frases del tipo “¡qué bien está!”, -exclamación de los mismos espectadores que después de “La comida del bebé” podían contemplar las vistas del puerto de La Ciotat.

Ni el barco ni los pasajeros tenían ya ninguna importancia, -Le Châtelet estaba casi igual de bien-. Lo verdaderamente importante era ese pequeño movimiento casi imperceptible de las olas, ese chapoteo sin efecto que era el pálpito mismo de la vida rebasando todas las fronteras de la verosimilitud, todos los procedimientos de “representación” de un tiempo que, no obstante, había llegado muy lejos en su búsqueda del naturalismo.

Sin embargo, nadie pensaba que este invento iba a convertirse en un arte. Nadie, y menos aún los inventores, porque si uno intenta volver a trazar el camino recorrido por el cine desde el descubrimiento Lumière hasta la época actual, todo sucede como si se intentara sustituir ese movimiento natural y misterioso de las hojas por otra cosa, ese otro algo consistente a fin de cuentas en reemplazar las hojas que se mueven por otras hojas que también se mueven, pero que son falsas hojas, -perfectamente imitadas, es cierto-, animadas por un movimiento artificial que parece asemejarse al movimiento real.

Un tema como la llegada de un tren a una estación fue explotado por los primeros comerciantes del cinematógrafo, y más tarde se convirtió en una de las escenas tipo del cine dramático. Esta cita se ha llevado a cabo a lo largo de 40 años de todos los modos posibles: un tren de verdad entrando en una estación de verdad, un tren de mentira en una estación de verdad, un tren de verdad en una estación de mentira, un tren de mentira en una estación de mentira, un vapor falso haciendo creer que es verdadero, un vapor verdadero poetizado hasta lo irreal para convertirse periódicamente en “un tren verdadero en una estación verdadera”,  un procedimiento que se denomina cada vez, -ya sea en las películas rusas de 1925 o en las italianas de 1945-, retorno al realismo o también “estilo noticiario”.

Entonces, nos parece creer que existe una verdad de las cosas en sí mismas que el cine es capaz de captar y de restituir ad vitam aeternam, con la imparcialidad más absoluta, solamente a condición de que “date” algunos detalles en razón de la calidad de la película, de la ausencia o de la presencia de tal particularidad técnica del momento.

Pero no es realmente así. Como dice Fernand Léger, cada época tiene su realismo, y a veinte años de distancia ya ni siquiera es posible discernir lo que emana de una preocupación por la verdad, y lo que, por el contrario, procede de un ejercicio de estilización.

La revisión de los noticiarios o actualidades, y de las escenas reales de una época pasada permite darse cuenta de esto. La experiencia de “París 1900”, una película sobre París a comienzos de siglo que por una sencilla cuestión de azar fue vivida hace poco tiempo, – de hecho, todo el mundo pensó cómo habría sido montada según el espíritu de las March of Time (2) americanas-, puede prestarse a varias reflexiones.

En los lugares más inesperados, encontramos toda clase de documentos filmados por amateurs o profesionales, mostrando acontecimientos importantes o anodinos, personajes famosos o anónimos, escalonándose en un periodo bastante largo, en torno a quince años.

Aunque nos dijeran que todas estas películas se asemejan por el encanto de una técnica naciente, por la ingenuidad del cine de entonces, hay sin embargo algo más. Todas parecen marcadas por un mismo esfuerzo de estilización, todas podrían haber sido filmadas por un único operador, pero por un operador que, lejos de buscar la objetividad, habría querido exaltar la poesía particular de su tiempo, hacer del documento algo “típicamente 1900”.

Incluso en ausencia de detalles precisos como el vestuario y los medios de locomoción anticuados, carteles o escaparates de una época, un lugar cualquiera, un árbol, un caballo, un caminante lejano llevan en sí mismo la marca de su tiempo que le protege.

Pongamos que ahí hubiera un misterio, es algo innegable. Todos los noticiarios que pasaron por nuestras manos, -algunos miles de kilómetros de película-, tenían más o menos la misma apariencia, el mismo encanto. Muy pocos de ellos, apenas un 1 %, se referían a acontecimientos importantes, así que el problema de la elección se convirtió en algo más dificultoso.

Fue necesario fabricar todas las piezas de las secuencias, centrarlas en torno a temas generales de la época; me atrevería a decir incluso que hubo que entrelazar, y mezclar nuestro montaje con una cantidad de fragmentos del ambiente de aquel tiempo que eran los únicos capaces de otorgar a nuestra película la apariencia de la vida.

Tal y como se sabe nosotros no filmamos nada, salvo unas cuantas fotos fijas destinadas a mostrar algunos rostros cuya ausencia hubiera causado malestar como Oscar Wilde, Marcel Proust, Liane de Pougy, Debussy y otros que no fueron filmados en vida.

Pero el resto, ¿cómo y por qué elegir? Delante de nosotros desfilaban calles, barbudos, multitudes, ríos, armadas, aviones, ciclistas, pájaros… Todos ellos sin título, sin fecha precisa. sin nada que nos permitiera interpretar otra cosa que el propio gusto, la predilección más o menos consciente por tal imagen o tal otra.

Todo estaba ahí, el azar había actuado ante nosotros, la suerte estaba echada y las hojas se movían por todas partes para asegurarnos que esto había sido algo de verdad. Manipulando las bandas nos decíamos “qué bonito es, es poético, es extraño, es inquietante”.

Pero todas estas palabras, -bonito, poético, extraño, inquietante-, se acumulaban exactamente como las palabras de las que dispone un escritor. La novela no existía todavía.

Los acontecimientos señalados, – la captura de la banda de Bonnot (3), los comienzos de la aviación, los preparativos de la guerra de 1914-, adquieren hoy un gran valor ante nuestros ojos porque conocemos la continuación de los hechos, pero en el momento en que fueron filmados carecían de un carácter definido. No podían separarse del caos que impregnaba el ambiente, y eso es lo que debíamos capturar.

Una vez más, -a propósito de una emisión radiofónica evocando los acontecimientos del 9 de termidor (4)-, Malraux dio en el clavo: “Robespierre ya no puede hacerse oír, el hecho decisivo para la radio es quizás su voz que se hunde. Pero para el cine, el hecho es otro: quizás la distracción de uno de los guardias muy ocupado, en ese mismo segundo, echando a unos niños de la puerta o buscando un encendedor”.

Cuando se hace una película de montaje bordeando la historia sin tener la pretensión ni la posibilidad de restituirla, el trabajo de la selección y de la representación se asemeja más al de la ficción literaria que a la compilación histórica.

Sin duda, “París 1900” preserva la apariencia de un puzle, y el elemento guion es muy escueto. Pero me ha permitido constatar que la operación que en el cine se conoce como montaje es en definitiva lo que más se parece al trabajo del escritor.

Al contrario, la realización de un comentario, la redacción de diálogos y la operación de escritura que se denomina “exposición de un tema”, es decir, resumir en diez o veinte páginas lo esencial de una acción, son actuaciones que no tienen nada que ver con el oficio de escritor.

Para ser claros, habría que decir que, gracias a la rabia de la especialización, la gente del cine se imagina que el trabajo de escritor consiste en hablar por escrito, en encontrar las palabras, y de forma accesoria, inventar “situaciones”, lo que ellos denominan temas.

Uno se encuentra con los autores y a estos se les piden “ideas”.  En el cine, contrariamente a lo que sucede en las otras artes, y hasta en otras industrias salvo la publicitaria, se habla sin cesar de “ideas”, a las que se les otorga un valor de mercado. La persona que tendría la idea de hacer una película sobre los perritos, o sobre 1900 antes de Cristo, sobre la vida de Felix Potin o sobre la revolución puede sacar hoy algún beneficio de este hallazgo.

¿Tiene usted alguna idea? – se pregunta sin cesar a los escritores buscando algún asunto que filmar. Alguien, un marchante de arte, podría ir a ver a Matisse y preguntarle si tiene alguna idea para un nuevo cuadro. – “Sí, claro” – le respondería este. Una ensaladera de frutas.

Sin embargo, todo demuestra que los escritores de hoy no son fabricantes de temas, o lo son cada vez menos. Sólo hay que leer las novelas contemporáneas para darse cuenta de ello.

Y, al contrario, muchos directores son escritores sin saberlo, es decir, son los autores de sus películas del mismo modo que los pintores son los autores de sus cuadros independientemente de la anécdota histórica o religiosa, cualquiera que sea el objeto animado o inanimado que sirva como base de su composición.

(…) – fragmento –

Nicole Vedrès. Les feuilles bougent.

Artículo publicado en la revista Les Temps modernes, Año III, nº35, agosto 1948.

Notas

(1) Le Repas de bébé, 1895. Louis Lumière.

(2) The March of Time es el nombre de una serie de cortometrajes americanos que se mostraban en los cines de los Estados Unidos entre los años 1935 y 1951.

Estaban basados en series de grabaciones de noticias radiofónicas desde 1931 hasta 1945. La serie fue reconocida con un Óscar honorífico en el año 1937.

La organización de The March of Time también produjo cuatro películas de ficción para cine y se crearon unas series documentales para los primeros años de la televisión.

(3) Jules Joseph Bonnot, anarquista francés (1876-1912), líder de la banda del mismo nombre

(4) Fecha de la caída de Robespierre según el calendario republicano.