De Meliès a Orson Welles, nieva sobre el cine, por André Bazin

De Meliès a Orson Welles, nieva sobre el cine, por André Bazin

(…)

¿Se han preguntado ustedes por qué tanta nieve sobre el cine?

En primer lugar, sin duda porque es fotogénica. Es el único de los cuatro elementos de la naturaleza que se identifica con uno de los dos elementos del cine: el blanco. (…)

La nieve estaba predestinada a la blancura de la pantalla de cine, sin duda. (…) La nieve sólo había encontrado en la literatura un homenaje menor e incompleto. Le correspondía al cine desvelar todos sus secretos, manifestar su misterio.

Cabe añadir que el cineasta ha descubierto en la caída de los copos de nieve un elemento extremadamente cinematográfico. La nieve comparte con la bruma, -frecuentemente utilizada para ocupar un paisaje-, y la pluma o el plumón a los que se asemeja, el favor de hacer evidente el relieve cinematográfico. Pero no creo que el hechizo de la pantalla fuera tan continuado, ni tan variado y dramático si la nieve no tuviera otra justificación más que esta, la de su blancura, completamente formal.

La nieve, bajo esa blancura uniforme, bajo una engañosa monotonía, oculta confusiones importantes, metamorfosis sutiles. ¡Qué rico en símbolos dramáticos es este puro elemento de ausencia! En cada uno de nosotros, en lo más profundo del inconsciente, resuena la pregunta nostálgica de François Villon (1).  Todos conservamos la nieve de antaño: nuestra infancia, la de la nieve que pisoteábamos alegres, las batallas en los patios de recreo en el colegio, la infancia de los cuentos y de Papá Noel.

En las dos películas visiblemente más autobiográficas de Orson Welles, Citizen Kane y Los Magníficos Amberson, la nieve en absoluto está ahí por casualidad. La vida de Kane está atrapada en su infancia de forma paradójica, por eso la película comienza con un muñeco de nieve y concluye con un trineo. La vida de Kane se quiebra con la bola de cristal en la que cae una lluvia de copos de nieve sobre un minúsculo paisaje de acuario.

Del mismo modo en un paisaje mágico en el que cae una nieve eterna sobre la estatua de Diana, Jean Cocteau, otro poeta de su infancia, pone en marcha los últimos sortilegios que hacen renacer a la Bestia de la belleza de Jean Marais. Nieve de encantamientos infantiles, dócil y benigna bajo la mano que la moldea, nieve bonachona de muñecos de nieve que salpica la mejilla ardiente de la fría carcajada. ¿Es quizás mortal la que se transforma de repente, arrojada por la mano de los Enfants Terribles (2), como la piedra en la honda de David?

Símbolo de la pureza juvenil, oculta también las confusas metamorfosis de la infancia. Si cae una gota de sangre del poeta sobre ella, la nieve la bebe, se hunde bajo el calor, sabe ser cómplice de su fluidez. Nada se corresponde mejor con la blancura que el color de la sangre (negro en la pantalla). Parece que la espera. Quizás la extraña fascinación que ejerce sobre lo que queda de infancia en nosotros no es extraño a la confusa conciencia de una simbología de la muerte. La blancura de los velos de los comulgantes es también la de las mortajas.

Los psicoanalistas nos han enseñado la innata ambivalencia de los grandes símbolos. Parece que no haya nada de ello en esta materia, esponjosa, dura o maleable, blanda y resbaladiza, húmeda o seca, que conserva siempre como último recurso huir en el agua, que de algún modo contiene el equívoco y su contrario. Bajo la uniformidad de un color que no es, porque contiene a todos en potencia, la nieve reconcilia de un modo misterioso la vida y la muerte.

(…)

Fragmento del artículo de André Bazin publicado en la revista L’Écran français, número 140, el 2 de marzo de 1948

(1) N. de t. Poeta francés del siglo XV, que, en su balada de las damas de antaño, se pregunta: “Y las nieves de antaño, ¿dónde están?”

(2) Les Enfants Terribles, película de Jean-Pierre Melville realizada en 1950 con guion de Jean Cocteau.