Cannes 2018: «The house that Jack built», de Lars von Trier

Hace ya muchos años, Lars von Trier hizo una pequeña película titulada Las cinco condiciones, basada en otro film anterior de Jorgen Leth, titulada El humano perfecto.

Había una frase en el film de Leth que se repetía una y otra vez. Era algo así como: “Esta experiencia es algo que ustedes comprenderán más tarde”.

Una frase que puede aplicarse al último largometraje del genio danés. Es algo que el mundo comprenderá mucho más tarde, y cuyo valor no somos capaces de apreciar desde el presente en su totalidad, en esta mañana de mayo junto al mar.

El film es el terror absoluto, al que el director nos obliga a mirar de frente en unas secuencias insoportables donde se narran al detalle los brutales asesinatos de un hombre que padece un trastorno obsesivo compulsivo. Perfecta es la interpretación de Matt Dillon, con todo lo que el calificativo significa en este contexto.

Las imágenes pueden herir verdaderamente la sensibilidad del espectador.

El film se estructura en cinco incidentes y un epílogo-catabasis conducidos por un diálogo en off entre el protagonista y un hombre denominado Verge. Parece que caminan juntos. Aunque las preguntas están permitidas, las respuestas sólo serán una posibilidad. Sin embargo, la escucha está garantizada. Es un discurso antiguo: el de la crueldad humana. Los incidentes son el relato de algunos de los crímenes cometidos por Jack. Comenzando con una descripción exhaustiva del primer encuentro, poco a poco la narración va aligerándose y las muertes se convertirán en algo anecdótico, si tal mostración de sadismo y vísceras puede denominarse así.

El deseo último de Jack es construir una casa propia (de ahí el título del film). Una casa que será derribada una y otra vez hasta la obra final.

La transición entre los incidentes, perversamente puntuados por la música y las imágenes en blanco y negro de un Glenn Gould absorto al piano, son una reflexión sobre el papel moral del objeto artístico, y del hecho creador como manifestación de grandes megalomanías en pro de lo bello. La búsqueda de un material con voluntad propia subyace en buena parte de este discurso, en el que Hitler es el principal epígono. Verge llegará a afirmar que Jacklee el arte del mismo modo que el diablo lee la Biblia”.

Creo profundamente que Lars von Trier es el gran moralista de nuestro tiempo, una suerte de visionario como lo fueron otros grandes artistas, cineastas y pintores en esencia. ¿Deberíamos vetar hoy las Pinturas Negras de Goya?

Si la palabra, la fábula, los cuentos morales, no son suficientes para hacernos entender que el espacio interior, -del que por cierto también hablaba Bergman expresamente en el documental de Magnusson-, se ha de construir desde el bien, Lars von Trier, en absoluta contradicción con los discursos habituales, decide en La casa que construyó Jack azotar psíquicamente al espectador, insiste en trazar un camino a la inversa: es el asesino psicópata el que se siente como pez en el agua entre el horror del mundo, quien en sus instantes de lucidez, lo revela y describe ante el espectador impasible.

Señalar brevemente dos reflexiones especialmente emocionantes en el film: la primera nace de un castaño en el campo de concentración de Buchenwald. Este árbol fue testigo de los mayores horrores cometidos por el ser humano, pero también su sombra dio cobijo al pensamiento de uno de los grandes humanistas europeos, J.W.Goethe.

La segunda reflexión trata de la creación de iconos en nuestro imaginario; aquí se habla en concreto de los iconos de maldad y perversión que perviven en la memoria colectiva, sin ser muy conscientes de cuáles son las consecuencias de estos gestos . Valga como ejemplo el diseño del sonido de los bombarderos Stuke. Fue efectivamente un acto de guerra psicológico. También llamados “las trompetas de Jericó», helaban la sangre de los civiles. Nadie que los haya escuchado podría olvidarlos.

El sustrato del film sobre conceptos estrechamente ligados al cristianismo se enuncia expresamente. Bellísima la secuencia de la respiración de los espigadores donde se menciona la ausencia de castigo. Tampoco hay arrepentimiento, y por tanto, no habrá perdón.

El descenso a los infiernos y su sonido ensordecedor recuerda el final del Fausto de Sokurov, – también a alguna de las increíbles instalaciones de Bill Viola-. Es un final sin esperanza ninguna.

El puente que permitía salir del averno fue volado hace tanto tiempo que ni siquiera lo llegó a conocer el propio Verge.

El fuego eterno, la fascinación por esa luz oscura que se trasluce de los negativos fotográficos de Jack, terminará por devorarlo.

Ahora, Godard diría: À quoi ça sert, l’Amour? ( para qué sirve el Amor?)

Si este hubiera venido a Cannes, tendrían mucho de qué hablar.

Esmeralda Barriendos para zinema.com