Psicoanálisis de la playa, por André Bazin

Festival de Cannes 1947

El crítico de cine intenta en vano tomar el sol en la playa del Carlton. A su alrededor, atletas de bronce coquetean con mujeres innegablemente bellas, con esa belleza de las playas de lujo que sólo se ve en el cine. Algunas además son estrellas de cine. No son las más bellas. Se mezclan con chicas desconocidas, semidesnudas, cuya función es estar tan bellas como en la pantalla. La densidad de la belleza física es infinitamente mayor que en los quinientos mil kilómetros de territorio francés. La belleza es un lujo, como los coches americanos y los palacios que pueden verse en la Croissette, y como tal, acompaña siempre al dinero.

Un lugar como Cannes está hecho de su clima, paisajes, sus palacios, festival, los coches americanos y  mujeres bonitas. Así que el crítico está en la playa entre estos hombres y mujeres medio desnudos, héroes y diosas, o  Tarzanes y  pin-ups, a su elección. No le han prohibido acceder a la playa por su piel blanca. Se esfuerza por habituarse a la indiferencia de estos hombres frente a sus compañeras pero no lo consigue. Falta de ejercicio, sin duda. Está claro que se entregan a un juego de sociedad. Quizás también sea el complejo de inferioridad de no ser Tarzán. La playa es de todo el mundo, claro y el mar, también, pero sería inútil negar la evidencia: ellos se encuentran en casa. Pero él, no.

El lujo es un paraíso terrenal y artificial en el que se puede intentar entrar  haciendo trampas, es decir, sin pagar, porque el gorrón sufre inmediatamente la sanción de su delito: se siente extranjero.

La espada de fuego da vueltas a su alrededor. Está condenado a circular entre los admitidos al paraíso como los difuntos recalcitrantes en las películas donde ya no se utiliza la sobreimpresión. La suerte está echada, está condenado. Peor que el suplicio de Tántalo, porque ni siquiera puede extender la mano a su vecina en la playa, o intentar arrancar el Buick de madera aparcado en la Croissette. Ese gesto le condenaría. Se le tolera ignorándolo, siempre que no se abandone a incongruencias obscenas. Para actuar con los otros, para ser reconocido vivo entre estos muertos, debería haber recibido  alguna instrucción preliminar sobre el lujo: por ejemplo, ser productor, estrella de cine, multimillonario,  escritor de best-sellers o profesor de gimnasia.

Llegada su reflexión a este punto, el crítico se da cuenta que está más bien triste, y le resulta extraño no solo que el hábito de ir al cine no le haya familiarizado con el espectáculo del lujo, sino que produzca el efecto estrictamente contrario en el cine que en la realidad.

El espectáculo de su vecina de playa le sentaba realmente bien, la censura de las películas americanas casi nunca deja ver tanto. ¿De qué podría quejarse el crítico? Es más hermoso aún que en tecnicolor. Está triste porque todo esto no le pertenece, no le pertenecerá nunca. Ni tampoco piensa en violar a la vecina ni en robar el coche.  Reflexionando, ese sentimiento le pareció condenable pero natural, y se extrañó aún más de que los cientos de millones de pobres tipos que acuden al cine semanalmente en busca de un espectáculo semejante que les alimente no compartan este sentimiento. Peatones e incluso ciclistas, barrigudos y raquíticos, mujeres feas y chicas viejas, sencillamente la inmensa cohorte de los que trabajan para vivir, todos aquellos y muchos otros que cada semana entregan su pasta para contemplar los coches y los muslos aerodinámicos que jamás podrán disfrutar.

Así es como el crítico comprendió que el cine era un sueño. No como a veces se escucha, por la naturaleza ilusoria de de la imagen cinematográfica, tampoco porque el espectador se halle sumergido en una ensoñación pasiva, y todavía menos porque autorice todo lo fantástico del sueño, sino mucho más profundamente en un sentido freudiano, porque no hace nada más que “dramatizar” la realización de un deseo

En el cine, ninguna mujer por bella que sea, está prohibida, porque ustedes son Clark Gable, Humphrey Bogart o Spencer Tracy. Usted puede elegir a su voluntad ser el rey del TNT o un campeón de natación. La realidad del lujo para los que no participan de él, provoca la conciencia dolorosa de la prohibición. En cambio, la dramatización cinematográfica equivale a su realización y a la euforia de la posesión.

Pero había llegado la hora de la sesión y el crítico, con la piel blanca todavía, sólo tuvo tiempo para vestirse e ir al cine.

Esprit, nº139, noviembre 1947

Traducido por Esmeralda Barriendos