«El arte de amar», por Jean Douchet
La crítica es el arte de amar, es el fruto de una pasión que no se deja devorar por sí misma sino que aspira al control de una lucidez vigía. Consiste en una búsqueda incesante de la armonía en el interior del binomio pasión-lucidez. Si uno de los dos términos prevalece sobre el otro, la crítica pierde gran parte de su valor, es necesario que posea ambos motores.
Es evidente que en el propósito del crítico no entra el hecho de entretener al lector de esas chácharas tan extendidas en periódicos de tres al cuarto. No tienen nada de críticas salvo el nombre, y degradando la palabra, envilecen la función de la crítica y deshonra a quienes realmente la ejercen.
Considerar el cine, -dado que estamos hablando de este arte-, como un tema de conversación y sólo como eso, me parece algo incalificable. Entender el cine exclusivamente como un objeto de interés personal (que sirva para ganarse el pan, para hacerse un nombre y triunfar, como posibilidad de vender un guión o de venderse) o utilizarlo para llevar a cabo un combate ideológico, político, o religioso, algo que le es absolutamente ajeno, -en resumen inflar el ego propio o cualquier otra causa aunque fuera la más noble en detrimento del cine-, revela una deshonestidad intelectual innata. El arte exige de la crítica que le sirva y no que ella se sirva del cine.
El arte tiene una necesidad vital de la crítica, sin ella no puede existir. Esto sucede de dos maneras.
En primer lugar, una obra de arte se muere en tanto en cuanto no desarrolla un vínculo entre dos sensibilidades a través de su intermediario: la sensibilidad del artista que ha concebido la obra, y la del amateur, el amante, que la aprecia.
El hecho mismo de sentir profundamente una obra de arte, y a continuación, propagar el entusiasmo, constituye una acción crítica incluso si sólo es oral. Un único amateur basta para restituir el verdadero valor de las obras ignoradas, de los artistas olvidados.
La existencia material de una obra de arte, de hecho, no vale nada por sí misma. Hasta 1952, ¿qué fue para nosotros, occidentales, Mizoguchi, el más grande quizás de todos los cineastas? Nada o simplemente un montón de rollos de película tan perdidos en los estudios nipones como Angkor Vat en la jungla.
El azar se dignó a preservarlos al igual que hizo con Pompeya, con la Venus de Milo, con Vermeer o Vivaldi. Su capricho bien hubiera podido destruirlos. ¿Qué quedaría hoy de todo eso? Ni siquiera un recuerdo, ni una sola idea.
Ciertamente, lo único que importa es la repercusión que las obras, que el arte, provocan en la conciencia de los seres humanos.
Las obras de arte viven en y gracias a ella.
La mejor prueba de ello se deriva del hecho de que las obras más expuestas a la vista de todo el mundo, e incluso las más alabadas, a menudo son tan desconocidas como sus hermanas, sepultadas bajo tierra o apartadas en el fondo de un desván. Incluso así, si una única sensibilidad no ha sido tocada en lo más profundo de sí misma, si no se ha extraído la vida ardiente contenida en la forma, y no ayuda al otro a compartir su emoción, la obra podrá haber sido mostrada al público más amplio que pueda imaginarse, pero se desvanecerá tan rápido como un espejismo.
La breve historia del cine está llena de ejemplos de películas que fueron contempladas por millones de espectadores, y sin embargo, son completamente desconocidas. Ha habido que dar a conocerde nuevo a Murnau y a Keaton, a Lang (segundo periodo), Hitchcock, Walsh, Hawks, Losey, etc.
A la inversa, falsas glorias, Clair, Feyder, Pudovkin, etc, se hunden progresivamente en la ciénaga de olvidos estéticos merecidos. Considerada bajo este ángulo, -el único posible-, la crítica se convierte en un sinónimo de invención en el sentido habitual del término, y en el del descubrimiento. La verdadera crítica “inventa” una obra como se haría con un tesoro: lo capta, lo preserva y prolonga su existencia.
La crítica descubre el valor de los artistas y del arte mediante un cuestionamiento continuo. Pertenece de manera indisoluble al ámbito de la creación, y siendo ella misma un arte, se convierte en creadora.
Así me aproximo al segundo modo que tiene la que la crítica de ser necesaria para el arte: se encuentra en el principio mismo de la actividad artística. “Todo arte debe criticar algo”, dijo Fritz Lang. El artista ocupa frente al mundo la misma posición que el amateur frente a la obra de arte.
De hecho, no siente el mundo de otro modo que como una obra, ya sea ésta producto de la naturaleza o del hombre. No puede escapar a las diferentes explicaciones de la obra (del mundo) a través de sistemas cosmogónicos, filosóficos o religiosos que traducen en etapas sucesivas de la humanidad, los momentos de una conciencia y de una sensibilidad colectiva.
La sensibilidad del artista, -cuya razón de ser es expresar la relación de su propio yo con el mundo y que recibe en lo más profundo de su ser las impresiones exteriores-, ¿cómo podría evitar el cuestionamiento del mundo, de su yo y sus impresiones, dado que concebir una forma constituye exactamente un acto de entendimiento o de rechazo ?
Para el artista, crear una forma es pasar del todo sensible, consciente e inconsciente de un sujeto receptivo (el mismo) a un objeto (la obra). A través de un movimiento dialéctico más sentido que reflexionado, (aunque en los grandes artistas ambos van a la par), hay que considerar unas veces al sujeto y pasar la criba de las sensaciones que desea transmitir, -es decir, criticarse- y otras veces al objeto y examinar la calidad de la percepción y del resultado. El método sensible del conocimiento se resuelve “en” y “a” través de la forma.
Ahora bien, la forma, que no pertenece al artista sino que desvela el arte en el que ha experimentado la necesidad de expresarse (ni en pintura ni en música lo imaginamos, y un gran escritor no puede ser en ningún caso un gran cineasta y a la inversa), es el elemento dinámico al que el artista se entrega por completo para dominar el interior, “darle forma” hasta que se convierta en el signo sensible y evidente de una existencia única,la suya, y después abandonarlo a la corriente del arte del procede y en el que, vivo y singular, se expandirá solo.
No obstante, la crítica será necesaria para el artista en este momento, porque la tentación es fuerte, y pocos artistas escapan a ella en un momento de su carrera, -a veces nunca-, donde logran arrancar la forma de su arte y apropiársela sin respetar la vida específica del mismo.
Aquellos que cuestionan a Eisenstein, Welles o Resnais, me comprenderán. Es necesario ser un afluente que enriquezca y modifique la calidad original de la fuente de origen, la mayor parte del río en el que voluntariamente se ahogan para vivir mejor. Es necesario evitar esa tentación megalómana de capturar las aguas del río para fabricar una pieza extraordinaria de agua de la que se construye un espejo que solo refleja la propia imagen, orgullosa y solitaria.
El esplendor aparente de una obra de este tipo no logra disimular que se trata de agua muerta. ¡Qué peligrosa y difícil es esta búsqueda incesante de armonía entre la pasión y la lucidez! Lo es más para el artista que para el crítico.
En el momento en que uno lo percibe, todo en la actividad del artista implica una actitud crítica. Y he omitido voluntariamente los momentos en los que esta actitud será manifiesta. Al someter las influencias estéticas o de otro tipo que experimenta como propias obras terminadas a un perpetuo y severo examen, aceptando o rechazando elementos que le convienen o no, optando por una vía u otra, y sobre todo intentando alcanzar la esencia de su arte, el artista entabla un combate en el que el trasunto es la supervivencia de la sensibilidad asegurada por la permanencia de la vida misma del arte.
Transmite la huella dotada de una sensibilidad propia, el empeño en perpetuar para siempre la fortuna de una conciencia íntima.
De la crítica, el empeño en revelar su brillo, la inquietud de preservar la vitalidad de esta llama. ¿Cómo ? Llevando a cabo el mismo proceso que ha permitido la aparición de la obra. La sensibilidad de la crítica no debe hacer frente al mundo como lo hace la del artista, -de donde resultará la creación de una obra-, pero sin renunciar a nada de sí misma, ha de confrontarse a esa obra a partir de la que descubrirá el mundo del artista.
Obviamente, el ideal sería elevarse, fundiéndose siempre del modo más estricto posible bajo la forma del objeto. Pero en su defecto, uno se desliza irresistiblemente hacia el delirio de la interpretación. Elevarse hasta el punto sensible, una suerte de punto de sujección hacia el cual convergen todas las impresiones exteriores del artista , y que han impuesto un estilo único a los múltiples surgimientos de formas y obras nuevas.
La crítica realmente puede aspirar a comprender el núcleo creador . Vivo, complejo, único, un núcleo así nunca se deja encerrar en una definición, pero a la crítica le basta sugerir la idea más exacta posible.
Porque en primer lugar, debe descubrir en el objeto no al sujeto aparente, sino al verdadero sujeto creador; quiero decir, al artista en su totalidad, en tanto que este objeto delata la posición del artista frente al mundo.
Es necesario elevar al sujeto hacia el objeto para desvelar la necesidad de su forma, no sólo mediante la relación con el artista y su intrusión del mundo, sino sobre todo en relación a su arte. La crítica no es nada más que un intento de comunión entre dos sensibilidades: la del autor y la del amateur, en la obra y por la obra, en el arte y por el arte.
Más allá del artista, la crítica intenta comprender e incluso explicar el arte. En su movimiento de ida y vuelta, el de aproximación a una obra, tiende sobre todo a alcanzar el genio y la naturaleza de un arte. En su nombre, se explican admiraciones y rechazos. Por poco que tenga la impresión de que el artista desea imponer la subsistencia de su sensibilidad a través de efectos deformadores, contrarios a la naturaleza del arte mismo, su sensibilidad se enfurece y rechaza la obra.
No se trata de que esta obra no pueda ligarse a la exégesis, al contrario. Eisenstein, Welles o Resnais, sin mencionar a Antonioni, Bergman y otros Fellini han dejado correr mucha más tinta que Walsh, Lang, Mizoguchi, Preminger o Hawks. Y es normal.
Sólo hay que pasar del objeto al sujeto, dado que el objeto ha sido fabricado en función del sujeto; se trata de un espejo muy amplio que sólo devuelve la imagen tramposa del autor y de su “visión” artificial del mundo. No obstante, la dificultad reside en ese giro de la mirada, en la inteligencia de ese acuerdo armonioso y natural entre el artista, la obra y el arte.
Desvelar cómo el artista enriquece el arte a través de la obra, y cómo esta obra a su vez se ve enriquecida gracias al arte, es la piedra en el zapato de la crítica. Es algo que se siente, pero hay que saber explicarlo. Llegados a este punto, la crítica entra en el territorio de lo incomunicable. Se sumerge en el misterio del arte. Sólo hay un modo de hacerse comprender : a través de una posición negativa. En la imposibilidad de expresar con palabras dónde se halla el arte en una obra, – si verdaderamente hay arte en una obra concreta-, su misión es demostrar que en otra no lo hay. O al contrario, si el crítico se equivoca hablando de arte allí donde no lo hay.
En este sentido las películas de Eisenstein, Welles y Resnais tienen una importancia fundamental. Son mano de santo para la crítica y a partir de ellos principalmente, tanto a favor como en contra, la crítica intenta definir qué es el cine. También los cinéfilos, cuando rechazan a estos cineastas, están más unidos por el rechazo que por la admiración.
Sentir la misma aversión implica gustos comunes, sensibilidades similares, incluso una misma manera de aproximarse al arte a pesar de las diferencias personales .
Sólo el artista experimenta el arte al crearlo. El amateur y el crítico no pueden salvo aprehender la idea, y esa es una limitación que contradice lo que antes dije acerca de la crítica creadora. No obstante, no es así exactamente. Pienso que el artista ante todo es un crítico que ha logrado que la crítica ligada íntimamente al arte no se realice plenamente salvo en sí mismo. Una visión histórica de la evolución de las artes demuestra que la crítica emana de los mismos artistas en tanto que función independiente.
En el comienzo de un arte o en el renacimiento del mismo, crítica y arte se confunden. El auténtico creador es consciente de su arte y se somete a él. Puede decirse que un Giotto, un Homero, un Griffith encontraron de inmediato la extensión de todas las posibilidades de su arte. La crítica comienza a desligarse del artista cuando se trata de profundizar en determinadas vías que sólo han sido esbozadas por los pioneros, o también cuando técnicas nuevas emergen para modificar la concepción del arte, y abrir así nuevas perspectivas..
El artista experimenta la necesidad de llevar el diálogo íntimo hasta la plaza pública. La crítica pasa del interior al exterior. Los primeros críticos de verdad, como los primeros teóricos, fueron los artistas; el Cuatrocento en pintura, la “Pléiade” en la literatura francesa, Monteverdi en música. Durante el romanticismo, Víctor Hugo, Delacroix, y Berlioz o incluso hoy Joyce, Schoenberg, le Corbusier.
Cada vez que el artista se enfrenta a una concepción diferente del arte, cada vez que se forja en el público una sensibilidad nueva a la que dirigirá su obra, se le ve abandonar las esferas del Olimpo de la creación para implicarse en el combate, proclamar admiraciones y gritar sus aversiones.
Finalmente, hasta habituarse a un nuevo modo de sentir, el artista regresa su concha y deja al amateur al cuidado de la crítica. Ésta, si se practica con nobleza, encuentra su vocación primera convirtiéndose en un arte.
La sensibilidad del crítico en sus relaciones con el mundo se compromete por completo frente a la obra, frente al mundo. Una crítica delata a su autor tanto como al artista, a la obra y al arte de los que rinde cuentas.
Por este motivo, la crítica es a menudo tan incomprendida como el arte.
Cahiers du Cinéma, número 126, diciembre de 1961.
Nota del autor: Prefiero el término “amateur” que significa “el que ama” al de crítico, porque un crítico titular no es necesariamente un amateur mientras que el amateur, incluso si no sabe expresarlo, desvela a través de su elección una actitud crítica.
Excepto si su pasión, por demasiado exclusiva, mata cualquier atisbo de lucidez; pero entonces, deja de ser un verdadero amateur para no ser más que un maníaco, es decir,un enfermo.
El arte de amar, de Jean Douchet.
Publicado en la La petite bibliothèque des Cahiers du cinéma, 2003.
Traducción: Esmeralda Barriendos