Segundo film del greco-colombiano Spiros Stathoulopoulos, METEORA se ha constituido como una delicada sorpresa. Impresiona sólo la posibilidad de asistir a un film de mínimo andamiaje narrativo, que aborda, desde un punto de vista absolutamente depurado y riguroso, la conciencia en crisis de dos seres humanos dedicados por entero a la severa vida religiosa de un monasterio.
En tiempos en lo que el producto cinematográfico abomina la más mínima reflexión de índole espiritual, desde la esquinada Grecia de la ruina y de CANINO nos llega una plegaria fílmica que traza el camino inverso al del misticismo. Un viaje de vuelta de un ascetismo que deposita los pies en una recóndita tierra.
Los protagonistas del film son un monje llamado Theodor y una monja rusa, cuyo nombre es Urania. Ambos ejercen el intenso ejercicio de su fe en los dos recintos religiosos, sitos en el insólito enclave geográfico griego de Meteora.
Los conventos ortodoxos de Meteora son una de las maravillas culturales y religiosas de toda la Humanidad, pues lo insólito de su edificación así lo exhibe: los dos monasterios se hallan situados en la parte alta de dos enormes pilares de roca sinuosamente curva. Al de los monjes se accede mediante una larga escalera escavada en el suelo. Al de las religiosas, sólo mediante un gran saco de red colgado con una polea, que las mismas religiosas se encargan de, mediante su esfuerzo físico, poner en marcha para hacer subir.
El conflicto del film es bien escueto: entre los dos jóvenes prende una atracción que ninguno puede permitirse, pero a la que ninguno, tampoco, sabe renunciar. METEORA es la observación de ese contratiempo afectivo. La convicción personal como cárcel, el cuerpo como terreno de batalla en el que pugna lo vetado por esa convicción. Lo notable del film es la pureza escénica mediante la que ese sentimiento y las contradicciones de conciencia generadas tras su irrupción son visualizados.
El realizador impone una calmada observación, en la que la bellísima potenciación del sugerente, árido, luminoso, despoblado y extrañísimo paisaje deviene pieza fundamental. La dificultad asombrosa de esas dos moles de piedra viene a significar la dificultad subjetiva que los dos temerosos, cohibidos amantes sienten. La dureza de la accesibilidad asume la ingratitud de los deseos cercenados.
No contento con esa poderosa amplitud escénica que le presta el enclave, Stathoupoulos combina con una sensible destreza el naturalismo mediante el que aprehende al escaso paisanaje humano que convoca la historia (un agricultor, un ermitaño, unos pastores, el sacerdote del pueblo) junto con la inserción de unas preciosas animaciones, deudoras del arte iconográfico, en las que se disecciona la tempestad interior de los protagonistas.
Ejemplo de esa sutilidad en la puesta en escena es la urdimbre de escenas en la que la carne es elemento fundamental: al despellejamiento del carnero por parte del pastor, le sigue el alimento cocinado por Theodor en el horno de su monasterio. A éste la que, sin lugar a dudas, es la escena más arriesgada de todo el film y la que acredita la prudencia observativa del realizador: la que acontece bajo el olivo con los dos protagonistas, primero, comiendo el guiso, y, luego, haciendo frente a la envestida de un sentimiento de recíproca necesidad. Ese duradero plano fijo que los encuadra vale la visión de todo el film.
En definitiva, una bella película griega que ha convencido emocionando por lo bien urdida de su afectada sencillez.