La actriz estadounidense Meryl Streep recibe el Premio Princesa de Asturias de las Artes, en el teatro Campoamor de Oviedo. La fundación que entrega el galardón eligió a la actriz “por dignificar el arte de la interpretación y conseguir que la ética y la coherencia trasciendan a través de su trabajo, con la virtud de subrayar que los seres humanos, y concretamente las mujeres, deben latir y destacar a partir de su singularidad, de su diferencia”. Frente a un auditorio en el que figuran miembros de la familia real española, la actriz realiza el siguiente discurso:
Majestades,
Altezas Reales,
Distinguidos miembros del jurado del Premio Princesa de Asturias, Estimados compañeros galardonados,
Señoras y señores,
¡Amigos!
Estoy muy feliz de estar aquí esta tarde, de figurar entre tan destacados homenajeados, en esta hermosa sala cuyas paredes han escuchado el eco de las voces de muchos de mis héroes del siglo XX y de este joven siglo nuestro.
Es difícil para mí hacerme a la idea de que estoy aquí. Una parte de mí sospecha que, como he representado a personas extraordinarias toda mi vida, ¡ahora me toman por una de ellas!
Pero estoy realmente agradecida por este reconocimiento al arte de actuar –el trabajo de mi vida– cuya esencia sigue siendo un misterio incluso para mí. ¿Qué es lo que hacen realmente los actores? El intangible don de metamorfosis del actor es lo que hace que sea difícil cuantificarlo o medirlo. ¿Qué importancia tiene para nosotros? ¿Qué valor?
Sé por mí misma, que cuando veo una actuación que me llama especialmente la atención, puede habitar mi corazón durante días, a veces décadas. Cuando siento el dolor o la alegría de otra persona, o me río de sus disparates, siento como si hubiera descubierto algo veraz, me siento más viva y conectada. ¿Conectada a qué, exactamente? A otras personas, a la experiencia de otra persona. ¿Cuál es la magia de esta conexión?
La empatía es el corazón palpitante del don del actor.
Es la corriente que nos conecta, a mí y a mi propio pulso, con el de un personaje de ficción. Puedo hacer que su corazón se acelere, o calmarlo, según lo requiere una escena. Y mi sistema nervioso, conectado por simpatía al suyo, lleva esa corriente hacia usted que está sentado en su butaca, y hacia la mujer sentada a su lado, y hacia su amiga, también. Todos sentimos que nos está pasando al mismo tiempo. Por supuesto, es más fácil estar conectado emocionalmente con la vida de personas parecidas a nosotros. Pero siempre me he sentido impulsada también a comprender ese otro instinto, contraintuitivo, que nos lleva a interesarnos por los extraños; esa capacidad imaginativa que tenemos para seguir las historias de personas ajenas a nuestra tribu como si fueran nuestras.
En mi trabajo, me han criticado por alejarme demasiado de mi propia “experiencia vivida”, por alejarme demasiado de mi propia “verdad” e identidad.
Todos esos acentos, ¿ya saben?
¿Es una impostura? ¿Querer abrazar el mundo? ¿Querer vagar, preguntarse o tratar de ver a través de tantos ojos de distintos colores y experiencias? ¿Quién soy yo, una buena chica de clase media de Nueva Jersey, para atreverme a meterme en la piel de la primera mujer primera ministra del Reino Unido? ¿O de una superviviente polaca del Holocausto? ¿O de la árbitra del buen gusto en el mundo de la moda?
Un gran artista español, Pablo Picasso, dijo: “Imitar a los demás es necesario. Imitarse a uno mismo es patético”.
Y otra gran artista española, Penélope Cruz, dijo: “¡No puedes vivir tu vida mirándote a ti mismo desde el punto de vista de otra persona!”
Pues bien: persevero a pesar de los críticos… El trabajo de un actor es invadir, encarnar vidas que no son como la suya. Porque la parte más importante de nuestro trabajo es hacer que cada vida sea accesible y sentida por el público: en un pequeño teatro de Broadway o por streaming en cualquier parte del mundo.
Una regla que se enseña a los actores en las escuelas de arte dramático es que no debes juzgar al personaje que estás interpretando. Juzgar te hace quedar fuera de sus vivencias. El compromiso que adquieres cuando te pones en su lugar es mirar el mundo desde el interior de su cabeza y de su corazón. ¡El público juzgará! Tú defiendes su causa lo mejor que puedes.
Cuando nacemos nos identificamos con los demás, sentimos empatía y una humanidad compartida porosa. Los bebés lloran sólo con ver las lágrimas de otra persona. Pero a medida que crecemos, nos ponemos a reprimir esos sentimientos y a suprimirlos para el resto de nuestras vidas; a suplantarlos a favor del interés propio o de una ideología, y a sospechar y desconfiar de los motivos de los demás. Así llegamos a este triste momento de la historia.
En la universidad, diseñé el vestuario para una producción de la obra atemporal de Lorca, La casa de Bernarda Alba. En ella, una de las hermanas, Martirio, grita: “Pero las cosas se repiten. Yo veo que todo es una terrible repetición.”
Lorca escribió el apasionado grito de Martirio dos meses antes de su propio asesinato, en vísperas de otro cataclismo. Que pudiera ver desde tan alto, que mirara con tanta distancia los acontecimientos que tanto amenazaban su vida, es extraordinario. Que pudiera expresar, a través de Martirio, una sabiduría que no lo salvaría, pero que sería una advertencia para el futuro, era un don. Actuar en una obra como esta es prestarles a los muertos una voz que los vivos pueden oír. Es el privilegio de un actor y es su deber.
El don de la empatía es algo que todos compartimos. La misteriosa capacidad de sentarnos juntos, extraños en un teatro o cine a oscuras, y experimentar los sentimientos de personas que no se parecen a nosotros ni suenan como nosotros, es una capacidad que todos deberíamos llevar dentro de nosotros al volver a la luz del día.
La empatía puede ser una forma radical de acercamiento y diplomacia, igualmente crucial en otros ámbitos de actividad. En este nuestro mundo cada vez más hostil y volátil, espero que podamos hacer nuestra otra regla que se enseña a todos los actores: lo importante es escuchar.
Gracias por escucharme, y gracias de corazón por este gran honor.