En La inteligencia de una máquina, de 1946, Jean Epstein se sumerge, con luminosa videncia, en los humos y oscuridades del cinematógrafo, esa invención diabólica llamada a conmover los cimientos perceptivos, afectivos y mentales del mundo. Para quien sin duda fue el más filósofo de los cineastas, se trataba de descubrir, bajo la capa externa del espectáculo, una capa esencial y por así decir neutra del instrumento y de su función inherente. Una pregunta central parece moverlo: ¿puede considerarse al cinematógrafo, y en general a la máquina, como un individuo en sí mismo, capaz de desarrollar un psiquismo relativamente independiente? Su respuesta, asombrosa, prefigura todos los pensamientos posteriores acerca de la individuación de las máquinas. Editorial Cactus.