Los veteranos autores de GOOD MORNING, BABYLONIA nos han brindado la ocasión de rencontrarnos con ese concepto de tan peligroso calibre que es el riesgo: el riesgo bien calibrado, las ganas por hacer algo nuevo, el afán por desentumecer a la cámara de cine de la vulgaridad expresiva en la que ha ido cayendo: desenfundar el cinematográfo, como si de un objeto artístico capaz aún de escrutar tentativas no alienadas al discurso imperante.
CESARE DEVE MORIRE supone una gozosa inmersión cinematográfica en varios sentidos. El primero de ellos, asistir al portento de unos venerables cineastas octogenarios, abordando un proyecto cuya osadía se diría que fuese propia de un incipiente sabedor de lar reglas del Séptimo Arte. El segundo, paladear una obra que se diría forjada en plena irrupción de las nuevas cinematografías de los años sesenta. El tercero, la contemplación de un ejercicio de dificilísimo calado artístico.
El film de los Taviani comienza con las imágenes de una modesta representación teatral. Un grupo de actores está poniendo en escena el fundamental “Julio Cesar” de William Shakespeare. Las imágenes visualizan la última escena de la obra: Bruto pide a un grupo de soldados que le quiten la vida con su espada ensangrentada. La representación concluye con éxito. El público ovaciona. Los actores lo celebran en el escenario.
A continuación, la cámara sale al exterior. Contemplamos a la gente abandonar el recinto. Algunas personas se giran hacia la puerta de salida. Sobre el escenario vemos a algunos agentes de policía. Pronto sabremos que el colectivo teatral posee una característica muy especial, se trata un grupo de presos: la obra representada es el final de un proceso reducativo, llevado a cabo por un profesor de teatro con alguno de los hombres allí recluidos.
El hallazgo de los Taviani consiste en la visualización de todo el proceso de aprendizaje. La radicalidad de una decisión llevada hasta sus últimas consecuencias cuaja una obra de vasto calado estético-experimental: el espectador asiste a varias escenas de los ensayos en las que los actores exponen una implicación personal completamente entregada.
Se difumina la realidad para ellos. El espacio carcelario se convierte en el espacio ideado en el imaginario del dramaturgo inglés. Los Taviani son capaces de visualizar el aislamiento, la concentración, el gozo de unos hombres que logran su propia libertad personal inmiscuyéndose ansiosamente en la placentera cárcel de un personaje teatral que los hace escapar a su realidad. La obligación del texto teatral memorizado los transporta a una instancia empática que supera las rejas, los pasillos, las llaves de las cerraduras de las celdas donde viven.
La realidad queda difuminada por la fuga en la que se inmiscuyen adoptando la identidad de un personaje de la obra. El film no es el documental de un experiencia redentora. No nos hallamos ante un mero teatro filmado con cámara de cine, sino ante la exigencia de una decisión escénica furiosamente pertinente.
Lo real es el apasionamiento liberador de los reos. Sin un solo subrayado, sin ningún intervalo explicativo, ciñéndose porosamente a los rostros de unos actores no profesionales interpretándose a sí mismos, los hermanos Taviani no retrotraen a la época en la que, por ejemplo, Passolini fue posible. Una obra mayúscula, que ya ha puesto el listón muy alto para batirla este año.