«La voz humana», de Pedro Almodóvar, por Esmeralda Barriendos
Por algún motivo, Pedro Almodóvar ha regresado al texto de Cocteau La Voz Humana, un texto teatral que a los cinéfilos nos remite inmediatamente al mediometraje realizado por Rossellini en el año 48 con la hipnótica interpretación de Anna Magnani, una parte del film L’Amore.
Ese aliento, el de la voz humana, ha sido siempre signo de identidad del director manchego; la voz es el sustento de su mejor cine, la que calla u oculta, la que grita, canta, la que se rasga en amores rotos, olvidados, la voz quebrada, marchita, la única.
Ha querido quizás el director mostrarnos todo lo que latía en aquellas llamadas fallidas que sorteaban el adiós definitivo de Pepa e Iván (Carmen Maura y Fernando Guillén) en Mujeres…, aquellos cuya voz daba un nuevo hálito de vida al celuloide incomprensible, -dobladores profesionales-, que compartieron una pasión.
Con casi idénticos recursos dramáticos que los empleados en aquella película del 88, – equipaje, pastillas, violencia, locura, dolor, hasta el precioso balcón de clavelinas hoy sin vistas -, Almodóvar vuelve al núcleo del dolor, la verdadera fuente de su cine que entonces se diluía en el surrealismo kitsch “made in Spain” rezumando por lo bajo como el mejor Billy Wilder.
El texto de Cocteau mana a borbotones de la gran Tilda Swinton en una lengua que nos extraña en el cine de Almodóvar. Magnífica, extraordinaria, en su monólogo terrible se desgranan los matices de esa locura y su reconstrucción, caída y auge que causan la admiración por las grandes ficciones dramáticas, -qué vago recuerdo-, aunque estas sean reveladas mostrando el artificio de una puesta en escena que se llamó posmoderna. Dogville es el referente inmediato.
De cómo el dolor habita el núcleo del teatro de la vida; que esta, la vida, a veces acaba renaciendo en otra parte sin rastro de ceniza. Y ese final glorioso al alcance de muy pocos, la idea del fuego, y la luz, siempre, de la mano del gran cineasta intermitente.
No se la pierdan.